Ayer por la tarde me llamaron por teléfono desde Catalunya Radio para proponerme participar en un debate radiofónico… Es algo habitual, aunque suelo seleccionar bastante según el tema y siempre que no interfiera en horario de trabajo. En este caso, el horario era incompatible con un compromiso previo, pero el tema es de los que encuentro apasionantes y que también suelen despertar un enorme interés.

El planteamiento del debate que me hizo Mónica (encargada de producción de la emisora) era el siguiente: Según datos sociológicos que nos llegan de los EUA, las personas establecen a lo largo de sus vidas relaciones estables con 4 parejas de manera sucesiva. La primera en la adolescencia, en la época de los flirteos y del primer enamoramiento; la segunda en la entrada de la vida adulta, con la que la persona se casa y tiene hijos; la tercera, tras el frecuente fracaso del primer matrimonio, una pareja con la que se suelen compartir los hijos de ambos; y la cuarta, ya en una edad madura, cuando los hijos se han independizado, quizás la pareja ha fallecido o la relación se rompe, y se busca la compañía y el afecto para encarar la última fase vital. La duración promedio de cada una de estas relaciones es de unos diez años… Y ella me preguntaba mi opinión al respecto.


La verdad es que, explicado de esta manera, y salvando claro está la inefable tendencia a la generalización que tanto critico, el planteamiento de la sucesión de cuatro parejas tiene su sentido. Sobre todo, en un momento en el que hay una cierta corriente de comprensión hacia el hecho de que quizás el ser humano no esté biológicamente preparado para mantener una sola relación de fidelidad exclusiva a lo largo de todo el ciclo vital. Está claro que en este contexto no se está planteando el modelo de poligamia (varias parejas simultaneas), o el concepto más moderno del “poliamor”… Ni el tema de las relaciones de infidelidad dentro de un modelo monogámico… Todos ellos serían objeto de otros debates.
El planteamiento que se hace en este caso es para contraponer el modelo que llamamos “monogamia seriada” cuya definición es la “práctica de restringir el contacto sexual y/o amoroso a una sola persona, durante un espacio de tiempo tras el cual se termina esa relación para empezar otra”, con el modelo tradicional de “fidelidad para toda la vida con la misma pareja”.
Mi opinión es que tratar de generalizar/justificar la conducta humana en pautas supuestamente biológicas, no es del todo correcto. El ser humano es por definición “biológicamente cultural” por lo tanto las condiciones psicosociales de una persona presentes desde su nacimiento condicionarán en un sentido o en otro su carga biológica o genética.
El argumento filogenético que se suele utilizar en este debate, y que es la observación de las conductas en animales o en mamíferos superiores no es de mucho apoyo. Si bien los primates mantienen relaciones de poligamia, otras especies animales como ciertas aves mantienen un vínculo de “fidelidad” con la misma pareja año tras año.
Los seres humanos, a diferencia de otros animales con celo, mantenemos el celo constante. Y quizás por este motivo la naturaleza ha “diseñado” para nosotros el fenómeno del “enamoramiento” que nos dota de un fuerte vínculo sexoafectivo durante un periodo de tiempo, quizás el tiempo de crianza de la prole… Pero biológicamente, este efluvio de neurotransmisores disparados que es el enamoramiento tiene data de caducidad, y dependerá de la habilidad de los dos miembros de la pareja el mantener este vínculo de manera más o menos satisfactoria.
Según esto, ¿habría que renunciar a la fidelidad? ¿Las parejas con más de veinte años de convivencia están condenadas al fracaso o al aburrimiento?
Hace cuatro años presenté una ponencia en unas jornadas: “I Jornada de Sexualidad madura. Vida y sexo a partir de los 50”. En ella exponía diversos estudios científicos que mostraban cómo en las parejas con relaciones satisfactorias de larga duración se les activan las mismas áreas cerebrales que a las personas que se encuentran al inicio de una relación amorosa. Y que lo que hacía esto posible era el mantenimiento de determinadas conductas: mantener el amor “romántico” conservando los gestos del noviazgo y con pequeños regalos sorpresa (todo ello aumenta la dopamina cerebral); y potenciando un buen nivel de apego (aumenta la oxitocina) a base de: conductas de reciprocidad, constantes muestras de afecto y sensualidad, una buena comunicación y actividades de ocio que impliquen emociones o retos.

CONCLUSION:

Los seres humanos presentamos un enorme abanico de posibilidades de maneras de ser, estar y relacionarnos con nosotros mismos y con nuestro entorno. Factores biológicos y ambientales configuran los diferentes rasgos de la personalidad de cada individuo y dan lugar a tipologías muy diversas. Desde personas que constantemente están buscando estímulos externos porque su cerebro les demanda esta búsqueda constante de sensaciones nuevas, hasta las personas que justamente es la rutina y constancia en sus hábitos lo que les da equilibrio y bienestar.

Yo creo que, de entrada, deberíamos huir de generalizaciones del tipo “los humanos no somos monógamos”, o “la fidelidad es una conducta contraria a la naturaleza humana”, o lo contrario “los humanos sólo encuentran su realización en la medida que llevan una vida de pareja fiel y hasta que la muerte nos separe”… Así pues, si está claro que no existe una respuesta uniforme, cada uno de nosotros podría contestarse a sí mismo ante el dilema que plantea el título de la entrada de hoy. Si es “fidelidad para toda la vida”, siendo consciente del precio en conductas positivas que hay que poner para que funcione. Si es “la sucesión de parejas”, que probablemente tiene también su explicación biológica, entendiendo que finalmente el objetivo del ser humano es tratar de estar bien consigo mismo con lo que la vida nos da y nos quita.